Estaba exhausta. Llevaba horas caminando sola. Durante aquel día solo me había cruzado con un coreano que chapurreaba inglés y me dijo que su mujer, sin motivo aparente (y si lo había él no me lo contó), le mandó a hacer el Camino; y unos ciclistas que, poco disimuladamente, se rieron de mis intenciones de bajar la montaña. Para ser justos, algunos intentaban alentarme diciendo que si ya había llegado hasta ahí arriba, bajarla no sería para tanto, pero yo, a diferencia que sus bicicletas, no tenía ruedas, y bajar era aun más doloroso que subir. Era el segundo pico más alto del Camino y pasaría por el primero dos días más tarde, claro que a mí no se me ocurrió chequearlo antes de emprender mi viaje. En realidad cuando me enteré de aquel (nimio) detalle, me alegré, porque no quería hacerlo fácil: había ido hasta allí para ponerme a prueba en todos los sentidos posibles, y definitivamente mi aguante físico y los límites de mi cuerpo eran uno de ellos.
Me dolían las piernas, los pies llenos de ampollas que había tenido que parar a curar ya en tres ocasiones, y las manos con las que, alternadamente, sostenía mi poco ortodoxo bastón a modo de ayuda para seguir avanzando. Mientras que un gran número de caminantes usaban bastones lisos y tallados o de travesía con punta de acero, yo usaba un palo grande o rama fina, según se mire, con el “mango” áspero y astilloso que me hizo heridas el primer día, y con una curvatura extraña en la parte baja como en forma de “C” picuda. Lo encontré justo antes de empezar a subir aquella montaña que más tarde me parecería mucho más desafiante de lo que me parecía entonces. Y sí, me llevé más de un comentario (y alguna risa ahogada) acerca de lo que era ahora mi nuevo mejor amigo, pero lo cierto era que hacía su trabajo, y lo hacía bien.
Había un poco de niebla pero las vistas eran increíbles; a veces se me pasaba por la cabeza que para que hubiera tanta belleza junta en un mismo sitio, debían de existir cosas muy feas en otra parte del mundo, una especie de balance injusto, pero balance al fin y al cabo.
Nina Simone cantaba en mi oído “I am feeling good”, y no encontraba canción que expresara mejor lo que sentía en ese momento. Algunos ratos me sentía con fuerzas para cantar e incluso para bailar, mientras que otros solo me podía concentrar en poner un pie frente al otro y tenía que conformarme con seguir las melodías mentalmente.
Llegué a un pueblo, si es que se le podía llamar así puesto que básicamente eran un albergue y una casa o una pequeña tienda, no estoy segura, y llevaba ya unos 21 kilómetros andados. No era gran cosa, podía seguir. Pero no fue en eso en lo que pensaba. Mientras un hombre sentado en un banco del albergue me saludaba y me deseaba buen camino, observé mi al rededor. Las rocas, los árboles, las flores. Sentí como si mis ojos hubieran alcanzado un nivel superior y fueran capaz de ver cosas que mi cerebro no estaba preparado para ver hasta ahora. Los colores se volvieron más vívidos, las siluetas más reales, todo, absolutamente todo rezumaba belleza, o como un artista me dijo más de una vez: magia.
Me sorprendió darme cuenta de que aquello no era nuevo para mí, sino más bien un reencuentro. De pequeña me gustaba creer que podía hablarle a la luna y que tenía cierta conexión con las estrellas, que danzaban en círculos a un ritmo demasiado lento pero hermoso. Me gustaba pensar en lo bello de las flores y en cómo, de la nada, surgían plantas con cientos de formas distintas. Me fascinaba todo lo puro y natural, y en algún momento cerré aquella puerta, encerré a esa parte de mí bajo llave para poder encajar en un mundo en el que jamás encajaría. Abracé a aquella niña que había sentido que debía de renunciar a parte de sí misma y me alegré por ser capaz de tenerla de vuelta: la había echado de menos. Noté algo húmedo recorrer mi mejilla y comprendí que había sido una lágrima, y que venía seguida por unas cuantas más. Sentir de una manera tan intensa era abrumador pero dulce al mismo tiempo.
Comprendí entonces que había estado viviendo mi vida a medias. Hasta no hacía mucho, no me había considerado una persona feliz. Siempre había algo que fallaba y generalmente desconocía ese algo. Resultaba ridículo lo claro que lo veía ahora: si no te permites sentir el dolor del todo, tampoco puedes sentir felicidad del todo. En mi ferviente lucha por acallar al miedo, a la soledad, a la vulnerabilidad; había ignorado por completo que los sentimientos, buenos y malos, van cogidos de la mano y no puedes sentir el uno sin el otro; como mencioné al principio: una especie de balance. De hecho, con el tiempo aprendí que todos aquellos sentimientos no eran solo necesarios sino algo que afrontar con coraje. La valentía, tal y como han dicho muchos sabios, no es la ausencia de miedo sino ser consciente de él, sentirlo, y aún así reunir las fuerzas para vencerlo.
El miedo a ser vulnerable, en mi opinión una mezcla muy peligrosa, es como la fobofobia, que es la fobia a tener fobias y es una incoherencia en sí misma o, como poco, un pez mordiéndose la cola. No siempre vamos a estar en control de cuanto nos rodea, solo podemos decidir cómo queremos actuar con lo que está en nuestra mano y esperar al resultado, sea cual sea. Saltar al vacío sin saber si habrá una piscina al fondo o un suelo duro, pero hacerlo de todos modos.
Ahora era capaz de ver esos sentimientos en un principio negativos como algo bello, porque sentir de aquella manera tan pura era la prueba más hermosa de mi humanidad.
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