Esa mañana mi madre rezó más de lo normal. Fuera lo que fuera lo que estuviera haciendo, podías escucharle murmurar padrenuestros, avemarías y demás cánticos que yo a estas alturas era incapaz de recordar. Preparando el café, ordenando la casa para cuando llegaran los chicos del documental, peinándose… No sé si era consciente de que podía oírla, pero tampoco creo que le importara. Era el primer día de mi viaje y estaba ella más nerviosa que yo, si es que eso era posible.
Tras una noche sin apenas pegar ojo, me desperté con una frase alta y clara en mi cabeza “¿qué diablos estoy haciendo?”.
Te estás yendo a vivir tu sueño, tonta.
Pero no lo parecía. Dentro de mí no encontraba ganas ni expectación, sólo pánico, pánico por todas partes.
Esto es lo que querías. Llevas dos años luchando por conseguirlo. Es tu momento.
El agua de la ducha matutina recorría mi piel y yo me preguntaba cuánto podría alargar ese momento. No quería quedarme, pero irme era lo más parecido a una película de terror que había visto en mucho tiempo.
Si tan sólo pudiera congelar el presente y quedarme ahí, bajo el agua casi hirviendo, segura… sin las preocupaciones de tener que elegir entre ser un caballo doméstico y un caballo salvaje: tener comodidades y una vida sencilla, pero viéndote obligado a hacer cosas que no quieres hacer, o vivir la libertad más absoluta y permanecer por ello en una inestabilidad precaria.
Ya hace tiempo que aprendí que ser libre no es fácil. Es un mundo solitario y sin muchos apoyos. Pero cada vez que pensaba en buscar la normalidad, una presión me atenazaba el pecho y no me dejaba respirar tranquila. No sé. Creo que lo de “normal”, lo que sea que eso signifique, no es para mí.
Pero ¿realmente era necesario irme a caminar yo sola durante casi un año con mi tienda de campaña como único refugio seguro?
Esa era la pregunta que jamás había dejado a los demás saber que me hacía. Porque si los demás eran conscientes de mis dudas, si descubrían que yo no era ninguna Superwoman, sino que tenía exactamente los mismos miedos que ellos… Bueno, siento que entonces verían la oportunidad perfecta para arrastrarme a la tranquilidad desesperante de la zona de confort.
Pero aquel 20 de marzo no iba a esperar a que estuviera preparada. Quizás nunca lo fuera a llegar a estar. O tal vez ya lo estaba pero yo aún lo sabía.
Y antes de que pudiera darme cuenta… ¡puf! Estaba sola.
Los coches pasaban a pocos metros de mí, pero yo sólo era capaz de escuchar a mi cabeza gorgotear y a mi garganta contener un grito.
Ya no volveré a casa en mucho tiempo. Ha pasado. Estoy andando. Me he ido. Oh Dios.
Y sin saber cómo ni por qué, el pánico desapareció con el sonido de tac, tac, tac de mis palos. Ya no importaban las dudas, mis miedos o los por qués sin responder. Mi viaje había empezado. Y era solo mío.
Sabía que iba a tener que andar mucho por carretera y que terminaría odiándolo, pero esos primeros kilómetros sabían a gloria, aunque ya empezara a sentir que la idea de que mis pies no tuvieran ampollas era una mera utopía. Incluso el olor de las fábricas, que a veces era realmente desagradable, no era un problema. Yo cantaba y bailaba, y pensaba en la vida que dejaba atrás.
Sobre todo, sinceramente, pensaba en David.
David era un chico al que había conocido hacía casi un año y de quien me había enamorado de una forma irrevocable. Cuando él me miraba no había nada ni nadie más allí. El tiempo se paraba de tal forma que se me trababa la lengua y no tenía ni idea de qué decir. Yo solo quería que siguiera mirándome.
Pero ambos tan cargados de nuestros propios fantasmas como estábamos, éramos como pareja un caso perdido. Al fin y al cabo, el amor no significa nada cuando las personas en cuestión tienen miedo a querer y pavor a ser queridos. Simplemente no tiene solución.
Creo que hasta que no puse los pies en el asfalto camino a la siguiente etapa de mi vida, todavía quedaban rastros de mis esperanzas en aquel “nosotros”, como las miguitas de Hansel y Gretel por si decidía volver.
Pero allí, camino a mí misma, le sentía lejos, y era la primera vez que era yo la que se alejaba. A estas alturas ya había “pasado página” trescientas cuarenta y nueve veces, pero esta vez parecía diferente. Esta vez me sentía libre de mi amor por él, o por la idea de lo que podíamos ser juntos. Porque juntos, yo no estaría andando.
Sabía que no sería la última vez que David aparecería en mis pensamientos. Sabía que seguiría presente de alguna forma y que en mis momentos más bajos, una parte de mí echaría de menos el drama de “me quiere, no me quiere” al compararlo con una noche de tormenta dentro de mi tienda de campaña. Al menos eso no me ponía en riesgo real, sólo me hacía parecer imbécil.
Pero ese día, mientras le pensaba, sonreía ante la persona en la que me podía convertir sin cargar con él a mi espalda. Sin querer verle y sobre todo que él me viera. Sólo por eso, este viaje iba a ser una gran aventura.
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